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domingo, 11 de octubre de 2015

Matutina de Jóvenes: Octubre 11, 2015

Yugo desigual I


No os unáis enyugo desigual. 2 Corintios 6:14.



¿Has oído alguna vez hablar de ciertas parejas que, luego de haber vividas juntas, incluso llegan a parecerse físicamente?

No sé si esto es una mera sugestión por el hecho de ver cuán unidos son, que hace que a uno se le represente esa unión aun en su aspecto físico. Pero sí es cierto que muchas de estas parejas llegan a parecerse mucho en sus gestos, en su lenguaje corporal y oral, y en sus ideas. Es que la unión conyugal llega a ser tan íntima y de tal intensidad que llega a producirse una verdadera fusión de personalidades.

Esto nos habla, por un lado, de lo hermoso del matrimonio, de lo hermosa que puede ser tal relación, que hace que quienes participan de esta experiencia se sientan completos uno con el otro, y que se transmitan y potencien las virtudes de ambos, de tal manera que forman un equipo maravilloso de bondad y afecto.

Pero, esto tiene un riesgo: también los defectos pueden transmitirse con tanta fuerza, de tal forma que a uno de ellos le sea muy difícil sustraerse de la influencia negativa de su pareja, en caso de que la tenga.

La Biblia utiliza, para hablar de las relaciones humanas en las que hay una relación estrecha -cosa aplicable especialmente a las relaciones amorosas-, la figura del yugo, propia de la sociedad agrícola y ganadera en la que transcurrieron sus historias. Este instrumento hace que, obligadamente, dos animales deban ir en la misma dirección. No puede uno de ellos ir hacia la derecha, y el otro hacia la izquierda. En caso de que sean dejados libres pero uncidos, tomarán la dirección que siga el más fuerte y decidido. El más débil no tendrá más remedio que seguirlo.

Esto mismo sucede en las relaciones humanas de mucha cercanía y compromiso, específicamente en el matrimonio. La tendencia será ir en la misma dirección, especialmente bajo el liderazgo del que tenga un temperamento o un carácter más fuerte. De ahí que sea fundamental elegir a alguien que nos edifique y enriquezca con su buen carácter y principios, y especialmente con su genuina vida espiritual de relación con Dios, y no alguien de moral dudosa, floja o rastrera, y a quien no le interese seguir los caminos de Dios.

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