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domingo, 28 de junio de 2015

Matutina de la Mujer: Junio 28, 2015

Hágase tu voluntad


“El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu Ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:8).



Después de la oración de la humildad y la de la esperanza viene la oración de la obediencia. La esperanza del reino de Dios no puede ser una huida del mundo presente, un pretexto para eludir las responsabilidades actuales. Esa espera es lo contrario de una relajación; esa espera es la condición primera de nuestra fidelidad cotidiana. Para hacer la voluntad de Dios en la tierra es necesario saber cómo es hecha en el cielo y ese cielo es el reino que esperamos y pedimos, un mundo en el que la voluntad de Dios se cumple totalmente. Podríamos entonces formular así esta parte del Padrenuestro: “Sea hecha tu voluntad en la tierra hoy, como será hecha el día que vengas en tu reino”. Esto quiere decir que podemos comenzar ya a realizar en la tierra algo del cielo que esperamos porque obedecemos a Dios como si su reino ya hubiese venido.

La obediencia cristiana es una anticipación del reino celestial, una verificación de la autenticidad de nuestra esperanza. El reino, aunque sea todavía futuro, nos compromete en todos los dominios de nuestra existencia presente, convirtiéndonos, en medio del mundo dominado por el enemigo, en precursores de un mundo mejor.

“Sea hecha tu voluntad”. Con frecuencia damos a esta petición un sentido pasivo como si la voluntad divina se limitase a las cosas que debemos sufrir: la enfermedad, el duelo, las pruebas. Muchos cristianos suelen repetir estas palabras con paciencia y resignación cuando les toca soportar alguna desgracia. Pero la petición tiene aquí un sentido activo e imperativo, es decir, se aplica a lo que hacemos o debiéramos hacer mucho más que a lo que padecemos o nos está ocurriendo, significa: concédeme la fuerza de hacer tu voluntad, sin resignarme al curso de los acontecimientos. Cuando Jesús, en su oración agónica del Getsemaní, dijo: “No sea como yo quiero, sino como tú” (Mat. 26:39), no estaba aceptando con sumisión lo inevitable, no había de su parte el menor rendimiento al azar o al fatalismo, sino que estaba pidiendo a Dios que le diese a conocer lo que esperaba de él y la fuerza para aceptar su voluntad con obediencia pura.

Por consiguiente, Jesucristo ya cumplió esa voluntad del Padre, fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz, y nosotros, por la fe, con temor y temblor, podemos pedir a Dios que lo que él cumplió, su fidelidad y obediencia, lo sea verdaderamente por nosotros y en nosotros.

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