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viernes, 5 de junio de 2015

Matutina de Adultos: Junio 5, 2015

Bienaventurados


«Porque el reino de Dios no es comida no bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo». (Romanos 14: 17)



La multitud había llegado de todas partes de Galilea y se había reunido en torno a Jesús, los discípulos estaban sentados cerca de él, en la ladera de la montaña. Todos miraban al Maestro como si fuera a decir algo importante y, en efecto, Jesús pronunció el sermón más significativo de su ministerio público: los principios del reino de Dios, el nuevo pacto, la identificación de los súbditos de su reino. Se hizo el silencio y de los labios del Hijo de Dios salió una palabra fascinante: «Bienaventurados». ¿No es acaso esta la aspiración suprema de todo ser humano?

Lutero dijo de las Bienaventuranzas: «Son una introducción bella, dulce, llena de amor, de la doctrina y la predicación de Jesús; la manera más afectuosa, la mejor para atraer a los corazones, por medio de promesas llenas de gracia» (Citado por L. Bonnet, Comentario sobre el Nuevo Testamento, tomo 1, pág. 93).

En esta palabra inicial del Sermón del Monte hay un mensaje maravilloso de promesa, el anuncio mesiánico y escatológico, a la vez, de una bienaventuranza, dicha o felicidad que va a vencer todas las situaciones aflictivas por las que tengamos que pasar en este mundo. Los que están llamados a pertenecer al reino de Dios tendrán el privilegio de ser felices aunque la vida les depare circunstancias angustiosas. Las Bienaventuranzas hacen depender el bienestar de una situación interior y no de las circunstancias exteriores. Porque el reino de Dios es justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo. En las Bienaventuranzas, Jesús invierte todos los valores humanos, nos enseña el secreto de la verdadera dicha y nos ofrece indirectamente la Semblanza magnífica de sí mismo, porque él fue plenamente pobre, estuvo afligido, fue manso, tuvo hambre y sed de justicia, fue misericordioso, de limpio corazón, creador y dador de la paz verdadera e injustamente perseguido.

En realidad, la felicidad genuina no está tan lejos como imaginamos. La felicidad es un don de Dios para disfrutarlo cada día. Si estás justificado por la fe, tienes paz y hay gozo en tu corazón nacido del Espíritu Santo, ¿qué te impide ser feliz? ¿Qué más necesitas? Sin embargo, a mucha gente parece que lo hace daño la felicidad y se concentra en vivir con la queja en los labios. Asimismo, Jesús nunca llamó «bienaventurados» a quienes este mundo supone personas exitosas o dignas de honra. Más bien, consideró felices y afortunados a quienes gozan de una genuina relación con Dios.

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