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lunes, 26 de enero de 2015

Matutina de Adultos: Enero 26, 2015

¡Miserable de mí!


«Queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. […] ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!» (Romanos 7:21,24-25)



 A todos nos sorprende la sincera confidencia que Pablo hace en su epístola a los Romanos. Parece inverosímil que un gigante de la fe, un campeón del cristianismo como fue él, estuviera librando tan ardua lucha en el interior de su espíritu. Y, sin embargo, así es. Pablo confesó que no era perfecto aunque luchaba por conseguirlo (Filipenses 3:12), que él era el primero de los pecadores (1 Timoteo 1: 15), que era muy consciente de su vulnerabilidad (1 Corintios 9: 27). ¿Tenía Pablo dudas de su salvación cuando clamó: «¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». Sí, las mismas que podemos tener tú o yo cuando nos damos cuenta de que, después de muchos años de compañerismo con Cristo, todavía persisten ciertas tendencias de nuestra vida anterior.

                Pero hay un Dios en los cielos… cuando me siento impotente ante mis debilidades y dudo de mi salvación; cuando constato que pecados que tantas veces he querido desterrar, todavía moran en mí y me tienen cautivo; cuando mi experiencia religiosa se ha convertido en una cadena de fracasos y frustraciones espirituales; cuando, como el apóstol Pablo, reconozco que «lo que hago, no lo entiendo, pues no hago lo que quiero, sino lo que detesto, eso hago. […] Yo sé que en mí, esto es, en mi carne no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo» (Romanos 7: 15,18).

                Jamás he de olvidar que mi salvación depende mucho más de lo que Dios ha hecho por mí que de lo que yo mismo hago a favor mío, y que él ha cumplido todo lo necesario para que yo sea salvo; que dio a su Hijo para que muriera en mi lugar, que Pablo mismo concluye su confesión y responde a su pregunta con el grito de victoria: «¡Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro!» (Romanos 7: 25). La santidad de Jesús y su muerte redentora son la plena garantía de mi salvación, como Pablo dijo en su epístola a los Hebreos: «¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de las obras muestras para que sirváis al Dios vivo?» (Hebreos 9:14).

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