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domingo, 7 de diciembre de 2014

Matutina de Jóvenes: Diciembre 7, 2014

Los mercaderes del templo


A los que vendían las palomas les dijo: “¡Saquen esto de aquí! ¿Cómo se atreven a convertir la casa de mi Padre en un mercado?”. Juan 2:16.



No imagines que en solo un año llegaron los mercaderes a Jerusalén para alguna de las fiestas religiosas del pueblo de Israel y, sin mediar palabras, se metieron en el atrio del Templo y comenzaron a vender animales.

No imagines que Lot, cuando se separó de Abraham, tomó sus cosas y fue a comprar una casa en el centro de Sodoma.

No imagines que Judas se despertó aquel jueves de mañana y pensó que, como no tenía nada para hacer, iba a traicionar a Jesús.

El pecado es progresivo. Lo que no te animabas a hacer ayer e hiciste hoy por primera vez; mañana será más fácil hacerlo, hasta que sea normal para ti. El primer paso, tan mortal como el último, es casi imperceptible; solo que abre las puertas para que una legión de demonios tome cuenta de tu casa.

Los mercaderes llegaron a Jerusalén para brindar una ayuda a los peregrinos que llegaban desde los puntos más distantes del territorio de Israel; ellos debían entregar alguna ofrenda en la ceremonia de adoración de la que participarían. La posibilidad de adquirir un animal en el Templo era mucho mejor que traer al pobre corderito (perfecto y sin mancha) caminando desde vaya uno a saber dónde.

El problema es que los sacerdotes vieron la oportunidad del lucro económico ,y los mercaderes se olvidaron de los principios religiosos. Pésima combinación.

Imagino la sorpresa de algunos, la indignación de otros y los comentarios negativos de varios cuando llegaron, y vieron que los mercaderes y sus animales estaban en la puerta principal del Templo. Imagino que al principio intentaban hacer callar hasta a los animales; que los mercaderes ofrecían sus productos más con señas que con palabras. Cuando Jesús llegó, los gritos de ofertas se mezclaban con los mugidos, balidos y berridos de los diferentes animales.

Paso a paso, lentamente, casi imperceptiblemente, nos vamos metiendo en la arena movediza del pecado hasta que no tenemos capacidad para salir. La única esperanza es que Cristo llegue con su fuerza y su poder, para limpiar el templo de nuestra vida.

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