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domingo, 25 de septiembre de 2016

Matutina de la Mujer: Septiembre 25, 2016

LA VERGÜENZA QUE NO ES VERGONZOSA


“Me mantengo firme como una roca, pues sé que no quedaré en ridículo. A mi lado está mi defensor” (Isa. 50:7, 8)



HAY MUCHAS COSAS que no hacemos jamás en público por temor a la vergüenza, a que otros puedan ver nuestros defectos e incapacidades, o descubrir esos hábitos de los que no nos sentimos
orgullosas. Como si fuera lepra, huimos de toda nueva experiencia que nos pueda conducir a un momento de vergüenza pública. Las experiencias pasadas han sido tan dolorosas que no queremos repetir un momento así. Sin embargo, en privado, seguimos haciendo lo mismo y siendo las mismas. Es el temor al rechazo de los demás, y no lo que Dios pensará, lo que nos condiciona.

Si lo pensamos bien, ese tipo de vergüenza es idolatría. Sé que suena un poco

fuerte, pero es así, porque tiene su raíz en conceder a otro o a otros autoridad para juzgamos cuando, en realidad, ese privilegio debe corresponder única y exclusivamente a Dios. ¿Por qué ha de ser más vergonzoso que los demás vean quiénes somos de lo que lo es que lo vea Dios? Si en privado, cuando solo Dios nos ve, nos sentimos cómodas con ciertas actitudes, acciones o pensamientos que nos resultarían vergonzosos ante los demás, algo no encaja. Lo que hacemos y somos en privado debemos poder serlo y hacerlo en público, sin miedo al rechazo.

Existe un tipo de vergüenza que sí es legítima y que no resulta vergonzosa: la que sentimos ante

Dios cuando pecamos. Pero esta vergüenza, lejos de paralizamos, conduce al arrepentimiento y a un cambio de actitud. En Dios, nunca hay rechazo.

Si aceptamos que Dios es el único en nuestras vidas que puede determinar si lo que hacemos es aceptable o no, y vivimos de acuerdo a su criterio, no hemos de sentir vergüenza por ser como somos. Tal vez otros nos critiquen o se burlen de nosotras, pero estaremos por encima de sus apreciaciones. Al fin y al cabo, la única reputación que determina nuestro destino es la que tenemos ante el Padre.

Aquí, como siempre, tenemos mucho que aprender de la actitud del Mesías, de quien Isaías predijo: “Ofrecí mis espaldas para que me azotaran y dejé que me arrancaran la barba. No retiré la cara de los que me insultaban y escupían. […] Me mantengo firme como una roca, pues sé que no quedaré en ridículo. A mi lado está mi defensor” (Isa. 50:6-8).

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