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martes, 30 de agosto de 2016

Matutina de Menores: Agosto 30, 2016

FE A LA UNA DE LA TARDE


Entonces Jesús le dijo: Si no viereis señales y prodigios, no creeréis. Juan 4:48.



Después de dejar Samarra, Jesús continuó su viaje hacia el norte, a Galilea. Los galileos que habían estado en la Pascua en Jerusalén desparramaron las noticias de cómo Jesús había expulsado a los
cambistas. Tenían grandes esperanzas de que este fuera el verdadero Mesías. Pero, el pueblo de Nazaret no creía tal cosa; fue por eso que Jesús pasó de largo por su ciudad natal. Estaba 8 millas [12,9 km] más lejos de Caná, pero sabía que la gente de allí creería en él.

No había estado mucho tiempo en Caná cuando un oficial real de la corte de Herodes vino de Capernaum para verlo. Con una mirada de preocupación en su rostro, el hombre se abrió paso entre la multitud. Cuando vio a Jesús, fue grandemente sorprendido. ¡Se veía tan común en sus ropas sencillas, polvorientas y desgastadas por el viaje!

Pero de regreso en Capernaum, su pequeño niño estaba muriendo. Se había hecho todo lo posible para ayudarlo, pero nada había funcionado. Como último recurso, el hombre había ido hasta Caná pensando que si Jesús pudiera sanar a su niño creería en él. ¿Descendería el Maestro para sanar a su hijo? Mientras el oficial esperaba en suspenso, Jesús dijo aquellas palabras de nuestro texto para hoy.

“Como un fulgor de luz, las palabras que dirigió el Salvador al noble desnudaron su corazón. Vio que eran egoístas los motivos que lo habían impulsado a buscar a Jesús. Vio el verdadero carácter de su fe vacilante. Con profunda angustia, comprendió que su duda podría costar la vida de su hijo” (El Deseado de todas las gentes, p. 168).

“¡Señor, desciende o mi hijo morirá!”, gritó. Jesús no puede apartarse de alguien que sinceramente suplica por su necesidad. “Ve por tu camino”, dijo. “Tu hijo vive”.

Justo en ese instante, aquellos que estaban de pie al lado de la cama del niño vieron un cambio maravilloso sobre él.

La fe del noble era tan fuerte ahora que no se apresuró para regresar a su casa. Fácilmente podría haber regresado en cinco horas pero, en lugar de ello, descansó durante la noche. Cuando llegó a su casa a la mañana siguiente, sus siervos se dieron prisa para contarle la buena noticia; pero no se sorprendió. Aunque quiso saber cuándo lo había dejado la fiebre.

“Ayer a la tarde, a la una”, le respondieron. El oficial debió de haber sonreído, porque fue a esa hora exacta que creyó sinceramente en la promesa de Jesús.

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