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jueves, 19 de mayo de 2016

Matutina de Adultos: Mayo 19, 2016

EL RUEGO DEL SOLDADO MORIBUNDO


“Jesús decía: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen’ Lucas 23:34



EN SU INQUIETANTE libro El girasol, el desaparecido Simón Wiesenthal revive el absorbente y oscuro relato de aquel momento en que, un día, fue sacado sigilosamente de su trabajo que, como
joven prisionero judío, tenía asignado en un campo de concentración nazi y conducido por una inexpresiva enfermera escaleras arriba y a lo largo de un pasillo de un hospital polaco cercano. Al fin se encontró (a su pesar y con nerviosismo y temor) de pie a la cabecera de la cama de un soldado moribundo nazi de las SS, que tenía la cara completamente vendada, salvo cuatro aberturas: una para la boca, otra para la nariz y dos para las orejas. Había manchas amarillentas resultado de la supuración producida a través de las vendas procedente de donde debían haber estado los ojos. La enfermera se marchó y el soldado buscó a tientas las mano del muchacho. Y cuando el hombre habló con un susurro ronco, lo que se oyó era la confesión surrealista pero atormentada de un acto de genocidio contra una casa atestada con entre 150 y 200 judíos indefensos. Atormentado por las pesadillas de su complicidad en aquel crimen espantoso, la última petición desesperada del moribundo a su enfermera había sido que le trajera a un judío, a cualquier judío, al que pudiera confesarle su pecado. Y, por eso, el ruego de la cabeza vendada fue: “¿Me perdonas?” Wiesenthal describe la fiera batalla dentro de su propio joven corazón mientras permanecía sentado en las sombras junto a aquella cama: “¿Lo perdono o no?” Al fin, se fue de la habitación sin decir palabra.
Veinticinco años después, aún perseguido por aquella confesión en un lecho de muerte y por su decisión de no perdonar, Simón Wiesenthal -que sobrevivió milagrosamente al Holocausto, que, no obstante, le arrebató a 86 miembros de familia y seres queridos- termina su relato con estas palabras: “Tú, que acabas de leer este triste y trágico episodio de mi vida, puedes ponerte mentalmente en mi lugar y hacerte esta pregunta crucial: ‘¿Qué habría hecho yo?’ ” (p. 98).
¿Lo habrías perdonado tú? ¿Si fueras judío? ¿Si fueras afroamericano? ¿Si fueras víctima de maltrato infantil? ¿Si fueras objeto de discriminación laboral? ¿Si fueras la víctima de una aventura extramarital? ¿Si encabezaras una familia monoparental? ¿Si fueras el progenitor de un fugitivo? ¿Perdonarías?
Sabemos lo que habría hecho Jesús de Nazaret: hemos vuelto a oír como lo hace en el texto de hoy: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. ¿Qué harías tú? ¿Qué haría yo? Todas las grandes religiones del mundo permiten que Dios pueda perdonar. Pero, ¿que nos perdonemos mutuamente? ¿Hasta qué limite y cuánto? ¡No es de extrañar que necesitemos la cruz de Jesús!

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