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miércoles, 15 de abril de 2015

Matutina de la Mujer: Abril 15, 2015

La caída de Adán


Y oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto. Génesis 3:8



Aunque no se ve y parece que todo continúa igual, algo funesto ha ocurrido sobre la tierra. Una calma rara, petrificante, adormece la campiña. Las voces de las aves se han acallado, y la presencia del Creador, que tan deleitosa había sido hasta ahora, le provoca al hombre un sentimiento de agobio nunca antes experimentado. Se llama “miedo”.

Adán no sabe cómo explicar lo que siente, pero sabe que tiene que esconderse de la santa presencia de su Creador. La misma necesidad de ocultarse confirma el mal, cuya sombra pesa ya sobre toda la creación. Ha hecho algo terrible. Ha desobedecido el mandato divino, y experimenta la fragilidad de la criatura. Se ve desnudo, y se siente expuesto.

Nunca ha existido desnudez como la de Adán. La desnudez de su cuerpo es símbolo de la desnudez de su alma. Y Adán lo sabe. Su desnudez es la de la ruptura universal de las criaturas con su Creador; estar desnudo significa estar de pie y vestido de culpa ante la Omnipotencia.

¡Cuán terrible es el pesar que agobia el corazón de Adán! Ante un universo sorprendido, ha quedado expuesta su desobediencia, su traición a Dios, su falta de fe y el egoísmo que lo condujo a preferir a la mujer antes que obedecer al Creador.

Indigno de presentarse ante Dios, Adán intenta esconderse. Desde el fondo profundísimo donde yace su culpabilidad, emerge un vago aliento. Por un momento, Adán siente el impulso de correr hacia la luz. Pero no lo hace. El mal permanece.

Hasta que se escucha la voz de Dios irrumpiendo en el silencio: “¿Dónde estás tú?”, pregunta Dios al confundido Adán (Gén. 3:9).

¡Cuán terrible es esa voz y cuánto implica esa pregunta! ¿Dónde estás? ¿Qué has hecho? ¿Cómo pudiste traicionar mi amor y mi confianza?

Si algo me enseña la historia del primer hombre es que, aunque nuestros pecados nos arrastren a ocultarnos de Dios, es imposible pasar inadvertidos para él. ¡Es imposible!

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