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miércoles, 4 de marzo de 2015

Matutina de Adultos: Marzo 4, 2015

La espada flamígera


«Echó, pues, fuera al hombre, y puso querubines al oriente del huerto del Edén, y una espada flamígera que se revolvía por todos lados para guardar el camino del árbol de la vida». (Génesis 3: 24)



La inmortalidad de Adán y Eva tenía dos condiciones esenciales: primero, la obediencia al Creador; después, debían continuar comiendo del fruto del árbol de la vida para poseer «una existencia sin fin». De no hacerlo, su vitalidad iba a «disminuir gradualmente hasta extinguirse la vida» (Patriarcas y profetas, pág. 39).

En ninguna otra parte de los relatos de los orígenes se dice que después del pecado el hombre podía tener acceso a la inmortalidad, solo en la falsa promesa del tentador, «no moriréis» (Génesis 3: 4). La declaración del Creador, «el día que de él comas, ciertamente morirás» (Génesis 2: 17) y el hecho de sacarlos del Edén para que no comiesen del árbol de la vida (Génesis 3: 22-24) desmienten por completo ese aserto. ¿Por qué? La inmortalidad del cuerpo después de la caída no hubiese sido de ningún modo un privilegio, sino el peor de los castigos. El paraíso se hubiese convertido en un infierno. Por amor a la criatura culpable, el Señor impidió que el pecado se inmortalizara.

«Pero después de la caída, se encomendó a los santos ángeles que custodia­ran el árbol de la vida. Estos ángeles estaban rodeados de rayos luminosos se­mejantes a espadas resplandecientes. A ningún miembro de la familia de Adán se le permitió traspasar esa barrera para comer del fruto de la vida» (ibíd.). En realidad, la espada resplandeciente no era más que rayos de luz procedentes de la gloria divina. No representaba un instrumento de castigo ni un motivo de temor, más bien, era un nuevo modo de manifestación de la presencia de Dios. La comunicación personal con el Creador se había perdido con la caída, ahora, la realidad de su presencia se expresaba por medio de la luz, como la shekinah entre los querubines. El ser humano tendría que comunicarse con el Creador «como viendo al Invisible», contemplando la gloria de su luz. Por eso, durante algún tiempo, el lugar donde se veía la espada flamígera fue sitio de adoración para los hijos de Dios: «A la puerta del paraíso, guardada por querubines, se manifestaba la gloria de Dios, y allí iban los primeros adoradores a levantar sus altares y a presentar sus ofrendas. Allí fue donde Caín y Abel llevaron sus sa­crificios y Dios había condescendido a comunicarse con ellos» (ibíd. pág. 63).

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