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jueves, 9 de octubre de 2014

Matutina de la Mujer: Octubre 9, 2014

Raíces Fuertes (Parte I)


“Ahora bien, sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo a su propósito”. Romanos 8:28, NVI.



Mis dos abuelas fueron mujeres de temple y coraje. Vivieron a comienzos del siglo XX, cuando las elecciones de las mujeres eran muy limitadas, no había antibióticos y se percibía miedo permanente a las guerras y genocidios.

María, mi abuela paterna, huérfana de guerra y analfabeta, pasó mil tribulaciones hasta que llegó de su Sicilia natal a la soñada América, pero aquí no le esperaba una vida fácil. Mucho trabajo, un idioma diferente, carencias y el cruel desarraigo la acompañaron los primeros años. Su primogénita murió a las pocas semanas de nacida, y tuvo que criar con mucho esfuerzo a los diez hijos restantes. Pasó por situaciones difíciles cuando faltaron alimentos durante la Primera Guerra Mundial, y cuando tuvo que esconder a uno de sus hijos, infectado con la temible viruela, para que las autoridades sanitarias no lo confinaran a un galpón de aislados, donde no habría tenido ocasión de sobrevivir.

Con fiereza y valentía, supo defender a sus hijos, resolver conflictos, inventar soluciones a problemas nuevos e infundir a su familia su espíritu de lucha y trabajo.

Mi abuela materna, Julia, educó a hijos propios y ajenos en los valores del cristianismo. Como docente de la alta montaña, afrontó muchas situaciones críticas de sus alumnos y las familias a las que pertenecían. Por imperio de las circunstancias actuó como puericultora, consejera familiar, nutricionista, anfitriona de autoridades y hasta cirujana de emergencia, sin otra retribución que la satisfacción del deber cumplido. A pesar de los problemas, se las arregló para hacer estudiar a sus hijos en los mejores colegios y darles un fuerte ejemplo de valor e integridad.

¿Dónde estuvo el secreto de la fortaleza de estas mujeres? Sin duda en el fortalecimiento de las raíces. Tardaron en dar hojas porque primero sus raíces se aferraron fuertemente al suelo sólido y fértil. Así sucede con nosotros: cuanto mejor nos arraiguemos en Cristo, más alto y fuerte será nuestro árbol y soportará mejor la tormenta.

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