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viernes, 17 de octubre de 2014

Matutina de la Mujer: Octubre 17, 2014

Lleno del amor de Dios


 “Y era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” Job 1:1.



Mi abuelito Ernesto, a sus 91 años, está muy enfermo. Es difícil para mí imaginar la vida sin él. Su pérdida me dolerá mucho, pero en compensación, nuestro amado Dios, nos regaló la esperanza del regreso de Jesús.
Saber que el dolor se convertirá en gozo eterno y la muerte desaparecerá es un gran alivio para mi corazón. Siento una pena profunda al saber que de a poco la luz brillante de la vida de mi abuelito se va apagando, pero esto será por un corto tiempo, hasta que Jesús vuelva.

Recuerdo los momentos que pasamos juntos, reunidos en familia, en su casa de campo. Con su particular paso al caminar, su típica ropa beis y su sombrero, que lo protegía del sol, jamás venía con las manos vacías. Siempre nos traía naranjas, mandarinas o limones de su quinta. Otras veces venía con choclos, pomelos o algo fresco para comer. Ni hablar de las deliciosas mermeladas que había en la heladera, hechas por él, y que acompañaban tan bien las galletas de la mañana y la tarde.

A veces nos sentábamos en la entrada de la casa para charlar durante horas enteras, disfrutando de su compañía. Somos trece nietos y diez biznietos, pero nunca nos hizo sentir niños ni adolescentes revoltosos. Él disfrutaba tanto de nosotros como nosotros de él. Las anécdotas de su juventud, junto a sus diez her¬manos, nos hacían reír y sentimos bien. Era un hombre de pocas palabras, pero cuando hablaba siempre nos dejaba alguna enseñanza. Tenía un carácter equilibrado y ejemplar, de buenos sentimientos, calmo, pacificador y adornado de lindos modales. Era un hombre sabio en su sencillez, porque su sabiduría venía de la vida. Nunca se fue a dormir sin estudiar la Biblia y orar. Nunca se levantó sin mirar hacia el cielo para agradecerle a Dios por la vida y encomendarse a él. Nunca dejó de leer la meditación matutina y toda revista con buenas lecturas que llegaba a sus manos.

Mi abuelito me dejó un gran legado con su vida: el desafío de seguir su ejemplo para que mi vida y mi testimonio hablen más fuerte que mis palabras. Sé que volveré a verlo en el cielo. Cuando lo recuerdo “mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Luc. 1:47).

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