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sábado, 24 de mayo de 2014

Matutina de Menores: Mayo 24, 2014

Espejos y prismas


«El Señores mi luz y mi salvación [...]. Solo una cosa he pedido al Señor, solo una cosa deseo: estar en el templo del Señor [...] y contemplar su hermosura» (Salmo 27: I, 4).



A Raquel, de cuatro años, le encantaba comer espaguetis. Y para que le resultara más fácil comer la pasta, su mamá siempre se la cortaba. Sin embargo, una noche, Raquel decidió que ya era lo bastante mayor como para que le tuvieran que cortar los espaguetis.

Quería enrollarlos en su tenedor igual que hacía papá. Mamá le dejó que lo intentara.

Raquel clavó el tenedor en la motaña de pasta que había en su plato y comenzó a girarlo. Cuando consideró que ya había dado suficientes vueltas, levantó el tenedor hacia la boca, pero apenas quedaron cuatro o cinco largos espaguetis colgando. Lo intentó de nuevo y obtuvo el mismo resultado. Finalmente se metió la pasta en la boca de la mejor manera que pudo.

Al final de la cena, en la cara de Raquel, en su vestido, sus manos y antebrazos, y en su regazo había más salsa y pasta que en su tripita. Raquel estaba tan ocupada disfrutando de los espaguetis que no se había dado cuenta de que su papá se había levantado de la mesa para ir a buscar la cámara fotográfica. En la foto se podían ver dos ojos negros que destacaban sobre una masa roja. Raquel no necesitaba una fotografía para darse cuenta del desastre que había armado. Después de cambiarse de ropa y lavarse la cara, se miró al espejo del baño y vio que había olvidado lavarse las cejas; todavía seguían teñidas de rojo.

Aunque el experimento de Raquel con las largas tiras de espaguetis no tenía nada de pecaminoso, algunos de los experimentos que tú y yo hacemos sí lo son. Cuando pecamos, a menudo sabemos que hemos hecho algo mal, que nos hemos ensuciado y, al igual que Raquel, deberíamos intentar solucionar el desastre que nosotros mismos hemos armado. Las leyes de Dios son como el espejo que permitió a Raquel descubrir que, después de limpiarse, todavía tenía algunas manchas en la cara. La ley de Dios nos muestra nuestra suciedad.

Jesús es el único que realmente puede limpiar nuestros pecados. Cuando llevemos nuestras vidas llenas de mugre ante Jesús y le pidamos que nos limpie de nuevo, seremos partícipes de su belleza, y su amor brillará a través de nosotros con un color vivo y hermoso.


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