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lunes, 12 de mayo de 2014

Matutina de Jóvenes: Mayo 12, 2014

David

 
El Señor, que me libró de las garras del león y del oso, también me librará del poder de ese filisteo. 1 Samuel 17:37. 


Decir algo nuevo sobre David es muy difícil, pero vamos a meditar en un aspecto de la larga vida del segundo rey de Israel.
Desde su aparición en el relato bíblico hasta el momento final de su vida, David siempre llama la atención. Héroe o villano, siempre está en el centro de la escena.

Mata al gigante, se transforma en héroe; manda matar al marido de Betsabé, y llega a lo más bajo que se puede suponer de un religioso: asesino y adúltero. Los extremos eran territorios comunes en su vida.
A pesar de esto, Dios dice que es un varón conforme a su corazón (Hech. 13:22). ¿Cómo puede ser?
Cuando un alcohólico o drogadicto llega al seno de la iglesia y comienza a compartir su vida con los santos, comúnmente la reacción es de alegría. Un pecador arrepentido; un súbdito del enemigo que es conquistado para el ejército del Señor. Cuando un hijo de la iglesia cae y busca regresar, normalmente encuentra muchas puertas cerradas.
Si David hubiera sido un rey filisteo convertido, sería un ejemplo perfecto; a pesar de los pecados que pudiera haber cometido. Como es un israelita que peca, mis amigos se multiplican diciendo que no podría ser “un hombre conforme” al corazón de Dios. Seguimos teniendo problemas con los hijos pródigos. Continuamos siendo muy “hermanos mayores”.
Más allá de entender que nosotros también somos pecadores, más allá de comprender que un pecado acariciado -sin importar cuál sea- nos destituye de la presencia de Dios, seguimos criticando (eso ya es pecado) a los que cometen pecados diferentes de los nuestros.
Creo que ahí está el centro de la cuestión. Criticamos a quien peca diferente. Nuestro pecado siempre es justificable; el del otro -si es diferente- es condenable. Para nuestras equivocaciones siempre tenemos alguna explicación, que en el fondo usamos para intentar quedar como inocentes. Para las de los otros, las mismas explicaciones tienen otras finalidades, normalmente condenatorias.
Creo que ahí está el secreto de David. Él cayó y no intentó explicarse ni justificarse, y el Señor lo levantó porque “te confesé mi pecado, y no te oculté mi maldad. Me dije: ‘Voy a confesar mis transgresiones al Señor’, y tú perdonaste mi maldad y mi pecado” (Sal. 32:5).

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