Mayordomos de este mundo
«Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Los bendijo Dios y les dijo: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; ejerced potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven sobre la tierra” ». (Génesis 1: 27-28)
Esta es la más original, la más
sintética, la más profunda declaración que pueda hacerse acerca de la
antropología bíblica. En ella están contenidos todos los misterios de la
naturaleza humana: su individualidad,
su libertad o libre albedrío, su
responsabilidad moral, su capacidad intelectiva, su voluntad, sus
intuiciones y aspiraciones innatas.
En realidad, el creador dio a
los seres humanos autoridad, una de las connotaciones de lo que
implicaba ser creados a su imagen y semejanza. Dios tiene autoridad y
quiso compartirla con los seres humanos para que mantuvieran un sano
equilibrio en este mundo. Adán fue coronado rey en el Edén (La maravillosa gracia de Dios, pag. 40).
El mundo estaba a sus pies para aprovechar sus recursos. Había heredado
una enorme riqueza. Ahora, era necesario depender de Dios para darle a
este planeta el rumbo que requería. Además, fue dotado de las
capacidades necesarias para ejercer su potestad: «Creados para ser la
“imagen y gloria de Dios”. Adán y Eva habían recibido capacidades dignas
de su elevado destino. De formas graciosas y simétricas, de rasgos
regulares y hermosos, de rostros que irradiaban los colores de la salud,
la luz del gozo y la esperanza, eran en su aspecto exterior la imagen
de su Hacedor. Esta semejanza no se manifestaba solamente en su
naturaleza física. Todas las facultades de la mente y el alma reflejaban
la gloria del Creador. Adán y Eva, dotados de dones mentales y
espirituales superiores, fueron creados en una condición, “un poco menor
que los ángeles”, a fin de que no discernieran solamente las maravillas
del universo visible, sino que comprendiesen las obligaciones y
responsabilidades morales» (La educación, pág. 19).
Pero no obedecieron al Padre
celestial. No respetaron su autoridad y quisieron tomar lo que no les
pertenecía: el fruto del árbol prohibido. A través de ese acto,
manifestaron su desconfianza en Dios y reconocieron el señorío de
Satanás en este mundo, volviéndose así sus súbditos. Esa mala decisión
acarreó destrucción y miseria. Desde entonces, el ser humano se dedica a
destruir: primero, a la naturaleza (depredación del medio ambiente,
contaminación); luego, a su prójimo (guerras y conflictos); y,
finalmente, a sí mismo (vicios, desenfreno, inmoralidad.)
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