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martes, 14 de octubre de 2014

Matutina de Menores: Octubre 14, 2014

Está bien llorar


La muerte ha sido destruida  ¡Gracias a Dios!» (1 Corintios 15: 54, 57, TLA).



Durante el servicio religioso y el funeral de su padre, Silvia hizo un gran esfuerzo por no llorar. Tenía que ser fuerte, por su madre y por su hermani­to. Varios amigos pasaron luego por la casa llevando algo de comida y pre­sentando sus condolencias. Pero Silvia no quería ni lo uno ni lo otro. ¿Cómo podía disfrutar la ensalada de papas de la señora Collins (la favorita de papá) ahora que su padre nunca más iba a poder probarla? Después de que se fueron las visitas, la mamá y la abuela se fueron a una de las habitaciones y Jaime desapareció por la puerta de atrás. «Probablemente esté en algún árbol», musitó Silvia mirando por la ventana de la cocina mientras recogía los platos. Lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. «¡Simplemente no lo entiendo! —Lloró Silvia—. ¡Yo oré! ¡Creí que Dios lo sanaría!» Silvia se secó rápidamente las lágrimas cuando escuchó el sonido de pasos que se acerca­ban. Su abuelo se asomó por la puerta:

— ¿A quién le estás hablando, pequeña? —preguntó.

Silvia se sonrojó. Su abuelo se acercó y le puso la mano en el hombro: —Ya lo sé, yo también oré para que Dios no se llevara a mi único hijo… —Al principio no quería creerlo… cuando papá se enfermó tanto —Silvia escondió su rostro en la chaqueta de su abuelo—. Lo siento, abuelo. Yo quiero ser fuerte, por mamá, y la estoy defraudando…

—No, pequeña, no. Está bien llorar —afirmó él—. Si te rompes un bra­zo, lloras de dolor. ¿Acaso un corazón roto duele menos? Va a llevar tiempo que tu corazón sane, pero va a sanar —le aseguró.

El abuelo tenía razón. Con la ayuda de la familia y los amigos, Silvia apren­dió a sobrellevar esa pena. Entendió que las lágrimas y el enojo forman parte del proceso de curación, así como la negación y el argumenta,- con Dios. Después de un año, Silvia llegó a la última etapa del proceso: la aceptación. Aunque extrañaba a su padre, pudo aceptar su pérdida por lo que era. La con­secuencia de vivir en un mundo de pecado. Dios no tenía la culpa.

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