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lunes, 4 de agosto de 2014

Matutina de Adultos: Agosto 4, 2014

El fin de una era


Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. 1 Pedro 1:24, 25.



Entre 1872 y 1881, la Iglesia Adventista del Séptimo Día vería pasar al descanso a dos de sus fundadores. El primero fue José Bates, que falleció en el Instituto de Reforma Pro Salud de Battle Creek el 19 de marzo de 1872, poco antes de cumplir ochenta años. El anciano reformador de la salud había seguido un programa intenso casi hasta el fin. El año anterior a su muerte, realizó al menos cien reuniones públicas, además de las de su iglesia local y de las asociaciones a las cuales asistió.

El viejo guerrero concurrió a uno de los congresos de la Asociación General un año antes de su muerte. “La reunión anual”, informó eufóricamente, “fue de profundo interés para la causa. Fue alentador escuchar lo que se ha logrado el año anterior, y enterarnos de las amplias oportunidades para la obra misionera, y los llamados urgentes y acuciantes para la tarea ministerial en todo el amplio campo de cosecha”. Desesperadamente, Bates deseaba responder al llamado, pero no podía.

Asistió a su último congreso dos meses antes de fallecer, y cerró con una oración: “Oh, Señor, en el amado nombre de Jesús, ayúdanos, con este querido pueblo, a cumplir con nuestra sagrada promesa, y que todo tu pueblo remanente que espera también entre en pacto contigo”.

Mientras que Bates gozó de buena salud hasta el final, no puede decirse lo mismo de Jaime White. El exceso de trabajo había disparado una serie de ataques debilitantes, que comenzaron a mediados de la década de 1860. Dada la condición de su salud, es absolutamente asombroso todo lo que siguió realizando. Falleció el 6 de agosto de 1881, dos días antes de cumplir sesenta años.

Elena estaba destrozada. “Estoy totalmente convencida”, escribió a su hijo Guillermo, “de que mi vida estaba tan entrelazada, o entretejida, con la de mi esposo que me resulta casi imposible sentir que valgo algo sin él” (Carta 17, 1881).

Dieciséis años después, escribió: “¡Cuánto lo echo de menos! ¡Cómo anhelo sus palabras de consejo y sabiduría! ¡Cómo anhelo escuchar sus oraciones mezcladas con mis oraciones, para pedir luz y dirección, para pedir sabiduría a fin de saber cómo planificar la obra!” (MS 2: 296).

Allí es donde entra en juego la esperanza adventista. Junto con Elena, nosotros también esperamos saludar aquella mañana de la resurrección no solo a su esposo y a Bates, sino también a nuestros seres queridos.

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