Liberando a los prisioneros de satanás
Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Juan 8:32.
Aunque Jesús recibió una fría recepción en Nazaret, fue muy diferente cuando se trasladó hacia la parte norte de Galilea y fue a Capernaum, la ciudad natal de Pedro y Andrés.
Aquí, en esta ciudad fronteriza, donde gentes de todos los ámbitos de la vida iban y venían, encontró una respuesta cálida y entusiasta. Predicó tantos sermones y realizó tantos milagros en esta ciudad que llegó a ser conocida como “su propia ciudad”.
Un sábado, mientras Jesús estaba enseñando, el servicio fue interrumpido por un alarido espantoso. Todos los ojos se volvieron hacia el hombre loco que se había presentado gritando: “¡Déjanos solos! ¿Qué tenemos que hacer contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres, ¡el Santo de Dios!”
“¡Cállate y sal de él!”, ordenó Jesús.
Jesús había venido para poner en libertad a los cautivos de Satanás. Este hombre, que había jugado con hábitos pecaminosos y pensaba que la vida era un gran carnaval, se había encontrado a sí mismo atrapado en las malvadas garras de Satanás, hasta que llegó a ser alguien totalmente poseído por el demonio. Aquellos placeres pecaminosos que había disfrutado tanto, finalmente se habían convertido en los medios por los que Satanás tomó control completo de su mente. “Cuando el hombre trató de pedir auxilio a Jesús, el mal espíritu puso en su boca las palabras, y el endemoniado clamó con la agonía del temor” (El Deseado de todas las gentes, p. 220).
Pero cuando Jesús lo puso en libertad, aquellos ojos que hacía unos pocos momentos estaban esmaltados por la locura, destellaban con inteligencia. El hombre se inclinó ante Jesús con llanto y, le agradeció por su libertad.
La palabra de Jesús lo había puesto en libertad. Al depender de la Palabra de Dios, cada mal hábito. cada deseo pecaminoso, puede ser derrotado, la verdad puede ponernos en plena libertad, si estamos dispuestos.
Mientras tanto, Jesús había ido a la casa de Pedro para un pequeño descanso. Pero aun allí había necesidad de su palabra sanadora: la suegra de Pedro tenía una fiebre alta y, en la privacidad de aquel humilde hogar, Jesús la sanó.
La noticia sobre Jesús y su poder se esparció por todo Capernaum. La gente no se atrevía a ir abiertamente para ser sanada en sábado, por temor de las autoridades religiosas, pero tan pronto como se puso el sol acudieron como en manada a la casa de Pedro, trayendo a sus enfermos. Veían en Jesús una oportunidad para ser libres.
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