Tú primero, por favor
«Les he puesto el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes» (Juan 13: 15, NVI).
UNA MUJER estaba preocupada por la salud de su hijo. Su organismo no podía asimilar el azúcar y, a pesar de que ella lo vigilaba, el muchacho, a escondidas, seguía comiendo chucherías y enfermándose cada vez más. Por esa razón, la mamá lo llevó a ver a Gandhi, a quien su hijo admiraba profundamente. «Maestro, haga algo, por favor, dígale a mi hijo que no coma azúcar o morirá. Usted es la única persona a la que hará caso», suplicó la madre. La respuesta fue: «Vuelvan dentro de quince días». Nada más. Ni un discurso al muchacho, ni un consejo a la madre… nada de nada.
Quince días después, madre e hijo regresaron. Gandhi miró al niño a los ojos y le dijo: «Prométeme que no comerás azúcar». El niño contestó: «Lo prometo». Con algo de enfado, la mama preguntó: «Maestro, ¿por qué nos ha hecho perder quince días? Podríamos haber ganado un tiempo precioso…» A lo que Gandhi contestó: «Porque ahora que llevo quince días sin comer azúcar, sé lo que debo aconsejarle a su hijo». ¡El poder del ejemplo!
A veces somos como los fariseos, que enseñaban «con la autoridad que viene de Moisés» (Mat. 23: 2). De ellos, Jesús dijo: «Por lo tanto, obedézcanlos ustedes y hagan todo lo que les digan; pero no sigan su ejemplo, porque ellos dicen una cosa y hacen otra. Atan cargas tan pesadas que es imposible soportadas, y las echan sobre los hombros de los demás, mientras que ellos mismos no quieren tocarlas ni siquiera con un dedo» (Mat. 23: 2-4). Es necesario tener autoridad moral para dar una palabra de vida.
Jesús tenía autoridad moral, utilizó el recurso del ejemplo para enseñarnos las lecciones básicas de la vida. Podemos refutar algunos de sus argumentos porque fueron dichos hace cientos de años a un público diferente a nosotras (aunque quizá no tanto), pero resulta imposible contestar la fuerza de su ejemplo. Porque Jesús, «aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferró a su igualdad con él, sino que renunció a lo que era suyo y tomó naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte » (Fil. 2: 6-8). ¿Nos pondremos en el lugar del otro, como lo hizo Jesús, antes de abrir la boca para dar un consejo?
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