Tendré que cambiar mi vida
«La palabra de Dios tiene vida y poder. Es más cortante que cualquier espada de dos files, y penetra hasta lo más profundo del alma» (Heb. 4: 12).
CADA MES, la sociedad Burnham de psiquiatras judíos organizaba una comida en la casa de alguno de sus socios. Siempre invitaban a profesionales e intelectuales para que dieran una charla: médicos,
científicos, economistas, personalidades de los medios de comunicación… Un día se les ocurrió invitar a un rabino, un hombre que llevaba toda su vida estudiando la Torá. Lo recibieron con un gran aplauso… hasta que comenzó a hablar. De pronto, uno de los asistentes dio un salto, y empezó a gritar: «¡No lo dejen hablar! ¡No lo dejen hablar! Deténganlo… o tendré que cambiar toda mi vida».*
científicos, economistas, personalidades de los medios de comunicación… Un día se les ocurrió invitar a un rabino, un hombre que llevaba toda su vida estudiando la Torá. Lo recibieron con un gran aplauso… hasta que comenzó a hablar. De pronto, uno de los asistentes dio un salto, y empezó a gritar: «¡No lo dejen hablar! ¡No lo dejen hablar! Deténganlo… o tendré que cambiar toda mi vida».*
Definitivamente, no es lo mismo escuchar que poner en práctica lo que escuchamos. Porque, «cuando la Palabra de Dios señala algún pecado acariciado o pide algún sacrificio, nos ofendemos. Nos costaría demasiado esfuerzo hacer un cambio radical en la vida. Miramos los actuales inconvenientes y pruebas, y olvidamos las realidades eternas. A semejanza de los discípulos que dejaron a Jesús, estamos listos para decir: “Dura es esta palabra: ¿quién la puede oír?” (Juan 6: 60, RV95)» (Palabras de vida del gran Maestro, p. 28).
Claro que la Palabra de Dios es dura, porque «tiene vida y poder. Es más cortante que cualquier espada de dos filos, y penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona; y somete a juicio los pensamientos y las intenciones del corazón» (Heb. 4: 12). La cuestión es: ¿estoy dispuesta a dejarme cortar hasta lo más hondo de mí, a someter a Dios todos mis pensamientos e intenciones, y a cambiarlos si él lo considera necesario?
¿De qué sirve leer la Biblia de una forma puramente intelectual, o ir a la iglesia para opinar y juzgar, si no hay un deseo de cambiar mi vida? ¿De qué sirve llorar con un sermón si lo olvido al día siguiente? Podemos vernos tentadas a disfrutar de la Palabra de Dios y de la comunión con los hermanos desde un punto de vista intelectual o emocional, pero con eso no llegaremos muy lejos. Dios apunta a transformar nuestra forma de vida. «Cristo lo dio todo por nosotros, y aquellos que reciben a Cristo deben estar listos a sacrificado todo por la causa de su Redentor. El pensamiento de su honor y de su gloria vendrá antes de ninguna otra cosa» (ibíd p. 30).
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