El desertor
«Feliz el hombre a quien sus culpas y pecados le han sido perdonados por completo» (Salmo 32:1).
William, un tranquilo y sensible joven inglés, se alistó en el ejército británico para pelear contra los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Cuando las balas comenzaron a zumbar y los cañones a retumbar, William desertó. En aquel tiempo el castigo para los desertores era la muerte, pero la policía militar no pudo encontrar a William para castigarlo.
Con el tiempo William Herschel se convirtió en el gran astrónomo que descubrió el planeta Urano. El rey de Inglaterra, Jorge III, quería condecorarlo por su descubrimiento, pero ¿estaba el rey al tanto de la deserción de William? Si lo estaba, William sabía que el rey podía hacer que lo ejecutaran. Sin embargo, era el rey, y William había sido citado ante su presencia.
Después de conversar con sus familiares y amigos y de orar al respecto, William decidió que había ocultado su grave falta durante demasiado tiempo. Había vivido con su culpa durante muchos años. Iría a ver al rey, sin importar lo que sucediera.
William llegó puntualmente al palacio real y fue llevado a una sala de espera, cerca del salón de recepciones donde los reyes de Inglaterra reciben a sus huéspedes más importantes. Poco después de su llegada, le entregaron un sobre. El ayudante del rey le dijo que debía leer su contenido antes de que el rey llegara. William abrió el sobre y leyó el documento oficial. Era un perdón expedido por el rey. William había sido perdonado.
Cuando llamaron a William a la presencia del rey, este último dijo: «Ahora podemos hablar». William ya no temía al rey porque su conciencia estaba limpia. Más tarde fue ordenado caballero y se convirtió en Sir William Herschel. Fue invitado a residir de manera permanente en el castillo de Windsor, la residencia de invierno del rey.
William Herschel sabía que era culpable y no intentó negarlo, pero el rey le extendió su misericordia y lo nombró miembro de su corte. Eso es precisamente lo que Dios promete hacer con nosotros: perdonar nuestras transgresiones y llevarnos a vivir al palacio real del cielo.
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